Relato del mes de junio #sanmiguelescribe

 TÍTULO: “La chica de los zapatos rojos”
AUTOR: Tomás Vte. Martínez Campillo
RECONOCIMIENTOS: Premio Certamen Literario Comarcal IES Los Alcores 2016

La chica de los zapatos rojos

Como de costumbre, en lo primero que me fijo es en los zapatos. A la luz de la farola son de un rojo brillante, de tacón alto, casi de aguja. Terminan en ellos unas piernas torneadas, largas, ligeramente bronceadas. Las sigo hasta que se pierden bajo un corto vestido, también rojo, que apenas alcanza a tapar el nacimiento de los muslos. Sigo la tela que, como una segunda piel, delinea las caderas, se encoge para abrazar la cintura y asciende para acabar de pronto sobre unos pechos que escasamente llega a cubrir, y que intuyo tersos, proporcionados, fruta tierna. La joven, un tanto desmadejada sobre el banco del paseo marítimo, quizá duerme la fiesta nocturna. La larga melena rubia le cae desordenada ocultándole la cara. Me acerco hacia ella embaucado por tan hermosa arquitectura. Y entonces oigo sus sollozos. Reparo en los pañuelos de papel que hay en el suelo, arrugados, húmedos, con manchas grisáceas y negras. Con el dorso de la mano, gesto mecánico, se limpia las lágrimas. Tomo asiento a su lado y le ofrezco mi pañuelo de tela. Ella aparta un poco el cabello y me mira. Quizá no haya cumplido los veinte. Su cara es fina, muy hermosa a pesar de los surcos trazados por el rímel que ha abandonado unas pestañas largas, muy curvas, que enmarcan unos ojos azules, ahora enrojecidos por el llanto. Toma el pañuelo con gesto tímido, sin decir palabra, y mientras se enjuga las lágrimas con delicadeza, arrecia el llanto. El alba apunta ya sobre el horizonte que delimita un mar en absoluta calma.

—Te ha abandonado —le digo.

La chica llora desconsolada. Pierdo la vista en el mar, que espera paciente los primeros rayos del sol, y recuerdo mis propias lágrimas en este mismo banco. Lágrimas que reemplazaron a las risas y a los besos cuando allí, sentados, abrazados, mi gran amor de juventud y yo imaginábamos que disfrutábamos de un crucero desde la última cubierta, oculta la arena de la paya por el muro del paseo.

—No —dice entre gimoteos al tiempo que niega una y otra vez con la cabeza. Su pelo se agita hermoso. Vuelve al silencio y se refugia en mi pañuelo. El primer rayo de sol cruza el mar—. No me he atrevido a seguirle.

Esas palabras me golpean muy adentro, y el llanto amargo en que vuelve a sumirse la muchacha me hace sentir ese sabor en la boca.

—¿Él o ella?

—Él —contesta entre gimoteos, sin asomo de sorpresa.

—¿Lo amas?

—Con todas mis fuerzas.

No se ha tomado tiempo para responder, y ha interrumpido el llanto para hablar con determinación.

—No le des la espalda al amor —digo embargado por la congoja—. Hace años, yo no fui tras ella y lo he pagado con la infelicidad.

La chica se aparta el pelo de la cara y me observa con un cierto interés. Es guapísima.

—Tengo miedo —dice—. Tengo miedo a dejarlo todo atrás. —Señala con la barbilla hacia el mar.

Conozco esa sensación. Ya han pasado muchos años, treinta y siete, y todavía la recuerdo con la misma angustia que aquella lejana tarde en que fui cobarde.

—Yo también tuve miedo, como tú. Fue allí, al pie de la vieja torre, donde la perdí —dije señalando aquel lugar que tantas veces he maldecido y al que siempre regreso—. Era francesa, muy hermosa, la criatura más maravillosa del mundo. Vino de veraneo, la conocí en la playa y nos enamoramos al instante.

La congoja me puede. Pierdo la vista en el mar y las lágrimas me nublan el hermoso amanecer. A mi lado, la joven se suena la nariz.

—No era un amor de verano —prosigo—, era profundo, apasionado, irracional, como es el amor de verdad. El último día de sus vacaciones me pidió que me fuera con ella. Me tomó la cara entre las manos, me besó con una ternura que nunca más he sentido y me dijo que yo era el amor de su vida, pero que no podía quedarse: sus padres no lo consentían.

—¿Era menor?

—Dieciséis años. Yo, veinte. Tuve miedo de abandonarlo todo, de no saber cómo enfrentarme a lo desconocido, lejos de mi tierra, de los míos. No la seguí y me lamento cada día, porque todavía la sigo queriendo. —La muchacha me pasa el pañuelo para enjugarme las lágrimas que ahora desbordan mis ojos—. Si de verdad lo amas no cometas el mismo error que yo.

La joven me sonríe por primera vez.

—Gracias —dice, y me da un beso en la mejilla. Si hubiese sido en la boca no lo habría rechazado.

Se levanta, me devuelve el pañuelo, se estira inútilmente el vestido, me da otra vez las gracias y se encamina hacia las escaleras que tenemos enfrente y que llevan a la playa. Por un instante cruza frente al sol naciente. Un tenue halo de luz envuelve su figura y me parece imposible tanta perfección. ¿Por qué no tendré treinta años menos? Con su cuerpo en la retina y su sonrisa en los labios, cierro los ojos y dejo que el sol tibio del amanecer me acaricie, como si esas caricias fuesen las de la muchacha, como si fueran las de aquella chiquilla que no tuve el valor de amar con todas las consecuencias.

También yo abandono el banco. Es entonces cuando descubro un pequeño bolso rojo en el suelo. Deber ser de ella. Lo recojo y llego al muro. Peino la playa con la vista de norte a sur, pero no la distingo. ¿Dónde se ha metido? Estas escaleras son el único punto de acceso a la playa. Bajo los escalones con rapidez y me planto en mitad de la arena. El corazón me late cada vez más deprisa y la respiración se acelera; un incómodo hormigueo se adueña de mi estómago. El sol, que ya brilla sobre el mar, arranca un reflejo rojizo donde mueren las olas. Corro hasta la orilla. Y un grito angustiado se ahoga en llanto antes de abandonar mi garganta. ¡¿Qué he hecho?!

Junto a los zapatos rojos, las olas lloran sobre unos zapatos de hombre.

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